Aires de misión en cualquier esquina
De los vericuetos del destino es de donde extraemos nuestro yacimiento personal de experiencias, de vistas antes desconocidas y que ahora son fijadas por la mirada del hombre.
Gracias a la contemplación de una buena mañana, templada y silente, las tripas del Madrid veterano hacen la digestión en la primera quincena de agosto, por la que todos los aduladores de la urbanidad de nuestra villa y corte nos sumergimos en labores de buceo.
El gozo está asegurado. Cualquier mañana es suficiente para desperezarse del letargo caótico que padecemos en esta sufrida ciudad durante los once meses y medio de agonía que toca indefectiblemente.
La amplitud y profusión de los agujeros con que nos puede aguardar cualquier rincón, fruto de las obras de quincalla y beneficio, siempre a favor de los constructores, no impide que veamos el horizonte.
El paraíso.
Dos de agosto. Miro al cielo como si no tuviera contrapesos en los tobillos. Navego hacia lo más alto de una cornisa artesonada en madera, de aspecto feble y de color mohecido por la contaminación. Más abajo los balcones se pintan con tiestos de geranios, mientras detrás queda abierta la doble hoja del amanecer silencioso en una casa cualquiera. Sin sonsonetes de tubo de escape, el piar de las gorriones recoge los sueños apenas dejados en la almohada.
Camino por la calle de la Montserrat, recto hacia tierra de otros y lo hago remontando ligeras cuestas.
En la confluencia con la calle del Acuerdo encuentro a una mujer mayor; media estatura, bien arreglada y con gesto de espera, apoyada en el quicio de la puerta de la calle aguarda con elegancia la llegada de alguien. Sigo. Sin dejar de caminar giro la cabeza por si algo hubiera cambiado. Nada, allí sigue esa mujer, para mí con rostro, pero sin nombre.
Cincuenta metros son suficientes para de refilón encontrar las chapas en edificios contiguos de los Misioneros Javerianos y de la Asociación de Restaurantes Chinos.
Embutido en la estrechez de la calle de Montserrat atravieso la de San Bernardo, que corta la zona de Conde Duque y Plaza de España con la de Bilbao y Tribunal como si fuera conocedora de que allí, en su guarida, aposentan sus cimientos la justicia del ministerio.
No miro atrás, tal vez mis talones han dejado un río de nostalgia: ¡qué importa!.
Una vez cumplida la misión de pasar la linde de dos zonas que se miran desde sus azoteas constantemente, la calle del Divino Pastor se abre en canal a la mayor amplitud de sus aceras, a la ausencia de coches en sus calles a favor de una chica que pasea a su perro.
Más allá de los actos reflejos me para la vista el abrazo de una niña a su madre. Se abrazan, se quieren como si no pudiera ser otra vez más. Así es el amor, jardín de pasiones últimas que atizan a los sentimientos. Esta vez es carnal, de madre, no dual, es carne con la que se hizo su carne. Los besos de la niña son los que cubrieron de amor su pecho y que ahora son devueltos para después volverlos a recoger.
Algún día esa niña será mujer y toda la ternura con que sus brazos abrazaban el cuello de su protectora serán los que reciban ese enorme placer que supura por todas las partes de nuestro cuerpo.Hoy es 3. Qué importa donde quedó ayer si aún me pesa la inconografía divina en la mañana que refulgieron otros meses de agosto, allende en el paraíso del instante.
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