jueves, abril 28, 2005

Dos meses, después

La penumbra de un pasillo, estrecho y profundamente largo, es el retrato que me queda de aquel día, hace ya dos meses. La vida. Azotes con estigma de llanto que sarpulle las heridas y que también produce un gran escozor en la entraña de esas cornadas, de espejo, sí, que hoy dominan a mi mente y que amenazan con seguir instaladas en la debilidad que siento por recordar el pasado. Hoy, me empeño en soñar para que brote el borlón de la honda sonrisa con que rastrillar la arena grumosa, densa e irregular, en que quedó el camino por donde cabalgo desde hace dos meses. Y es que sueño porque quisiera dentro de pronto ver la tersura de un playa lisa, aterciopelada como son las mañanas en la costa, sobre la que penetrar con mis plantas la arena virgen, afelpada y enmantada. Esa inmensidad con que se divisa y a la que se abandona el sentido para que los pies se hundan con levedad y se sumerjan con melancolía de quietud. Sé que volver al pretérito no concede esperanza, es un efecto rápido que buscamos para enfriar a la fiebre que ciega la vista. Estos días se deslizan pendiente abajo con el deseo de encontrar un camino. Veo como a mi alrededor perdura el dolor, sufro también por ese (el de los demás) y por el mío. Esta noche salí a practicar un poco de carrera continua y mientras avanzaba antigua avenida abajo oteé el cielo y vi como la misma estrella de todas las noches brillaba hacia mí. Pensé que allí podría estar ella y en lo inmenso que sería para mí abrazarme a ella, darle un beso y no separarme de su alma por nunca. Los sueños circundan por mis pensamientos. Tengo la impresión que a poco que encaje mi vida, un nuevo mundo va alumbrar en mi ser. Y creo que es fabuloso. Ahora sigo triste, mis ojos se empeñan en impedir el paso a las lágrimas, a las que a veces noto como recorren mi rostro y lo hacen con trasiego inocente, lento. Lágrimas negras, como las de la canción, lágrimas teñidas de oscuridad meliflua, deseosas de recoger luz de manto con tinte nácar. Lágrimas venidas de la entraña, que salen escapando de la tristeza, con ganas de soñar, de recorrer el mapa de mi cara para deslizarse en caída leve y melancólica en busca del espacio asignado, en busca de una mesa, del asiento de una silla, o tal vez del suelo por donde cayeron otras. Hay lágrimas tristes, atormentadas, depresivas, sin ningún átomo de esperanza, tal vez éstas últimas estén en el Bulevar de los sueños rotos. Creo en la fe, tañida por la esperanza, creo en las lágrimas tristes que navegan por el suburbano de la soledad, ese en el que no hay estaciones ni transbordos por los que escapar y cuya estación de partida es el tormento del presente, con un final del trayecto conocido y del que sólo se sale por el torno de la vida, del aura con que se eleva un verbo compuesto en verso, un adverbio abrochando un pretexto para ascender a la superficie sobre la que cayeron un día esas lágrimas que nos sumergieron en esa diáspora maldita. Suspenderemos en la más difícil de las asignaturas (la vida), si bien hemos de perseverar y perseguir ese objetivo imposible. Nos fijamos metas a las que sabemos que nunca llegaremos siquiera a divisar, mas esa inconstante derivada es la que nos hace amar o intentarlo, sentir o anhelarlo y soñar o ensoñando a que somos el verso eterno, la caricia infinita, la idea inmarcesible que nos llevará a compartirlo todo, a olvidar a nuestras manos egoístas, a dirigir a nuestros pasos inconclusos a la buena senda del sueño en el que seamos grandes sin que sea porque en lo alto de la montaña nos sentimos así. Que seamos grandes a ras del mar, que nuestra majestad se divise a lo lejos en el infinito. Que podamos palidecer de hondura como lo lograron imprimir a sus obras los maestros de la pintura. El comienzo de mis textos son últimamente pulsiones de latidos indómitos. Tanto lato que el corazón se me ha salido, tantas ganas de recogerlo y de seguir escribiendo a lo que siento, a lo que amo con toda la forma mística...

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